domingo, 9 de junio de 2013

[33] Un regalo: "La comprensión del mundo a través de la imagen en el cine de Antonioni. Mirar es vivir."

Para Antonioni, hacer una película es vivir. Y saber vivir, como ya nos recordó en El desierto rojo, es saber qué debemos mirar. El qué mirar es una de las preguntas claves en este tipo de cine en toda su ambigüedad, puesto que se mezcla lo estético con lo moral. Pero no solo se trata de la mirada del ojo, sino también del tacto, que es la forma más primaria de estar en contacto con las cosas.

Hay un elemento cuya presencia es constante en el cine de Antonioni, que luego todas las nuevas olas posteriores, tanto la francesa como la alemana, toman de él. Me refiero a la presencia de las ventanas. Para Antonioni la realidad se encuentra fuera de la ventana, pero en su cine es constante que los personajes miren la realidad desde un cristal. Estas imágenes recuerdan casi de inmediato a La ventana indiscreta de Hitchcock. Hay una frase que sobresale en esta película y que es crucial en el cine de Antonioni: “lo que ocurre de puertas para dentro es privado.” Es decir, tanto los personajes de las películas del cineasta como la película misma, es un constante mirar, pero si tomamos un elemento recurrente en este cine, que es el del sentimiento, ya no miramos solo la realidad que hay tras el cristal, sino también lo que ocurre en el interior de los personajes, es decir, lo que ocurre de puertas para dentro (aunque sea privado). Esto es interesante, porque siendo fieles al cine del autor, en el que los personajes continuamente están mirando lo que ocurre fuera, nosotros como espectadores, miramos lo que ocurre dentro de los personajes.
Más de una vez, cuando le han preguntado al cineasta cómo nació una de sus películas, la respuesta que ofrece es una historia sin ninguna trascendencia que le ocurrió tiempo atrás. Así el argumento de La aventura por ejemplo, se le ocurrió mientras hacía un crucero por el mediterráneo con unos colegas. Al llegar a una isla, pensó que quizá estuviese allí una amiga de su mujer que había desaparecido hace algún tiempo. Pero hay algo común a todas estas historias: la presencia de la mirada. Mirar, solo se trata de mirar. El mundo, las calles de la ciudad, las plazas donde nos sentamos, están llenas de gente, que si nos paramos a observar encierran en sí mismas una historia, que puede ser la idea de una película. Solo hay que saber ver, solo se trata de detener la mirada no intentando encontrar cosas relevantes, sino simplemente lo que hay, lo que pasa. Por lo tanto, se trata de mostrar las películas más que explicarlas. Éste es el problema por el que no fue entendido este cine llamado “moderno” en su tiempo: no se veían las imágenes sino que solo se oían los diálogos en clave existencialista. Pero lo cierto es que los diálogos de las palabras van acortándose y sigue, efectivamente, el de las imágenes. A menudo, dice Antonioni, un actor que se recorta contra una pared o un paisaje, o que se ve a través de una ventana es mucho más elocuente que la frase que se le ha asignado. Entonces, se suprimen las frases. Es algo que le ocurre a menudo y termina por expresar lo que quiere a través de un movimiento o un gesto. En este sentido, dice el cineasta, una película no necesita ser “comprendida”, basta con que sea “sentida”, ya que en este tipo de cine, en el momento que se intenta explicar una película se la traiciona, pues una película que se puede contar con palabras no es una verdadera película. A este respecto, cuando le preguntan al cineasta qué ha querido decir, la respuesta que ofrece tanto Antonioni como todos los directores de tiempo lento es: he querido hacer una película y basta. Ahora estamos a tiempo de ver realmente aquel cine visto entonces a destiempo.

Cabe insistir un poco más en este tema de la mirada, en que vivir es mirar, en la mirada inocente del niño que cuenta lo que pasa sin un hilo narrativo. Cuando decía que solo se trata de mirar lo que hay, observar la realidad tal y como se presenta, ese dejar la
cámara y filmar lo que pasa, esta idea, excluiría la mirada del observador que hace un viaje cultural. Efectivamente, cuando estamos de visita en una ciudad, llevamos previamente anotado aquello que hay que ver (monumentos, plazas, museos, etc.) Es decir, de todo lo observable de una ciudad, llevamos trazado el recorrido, tenemos escogidas las cosas importantes, lo que merece la pena ser visto. Y por lo tanto, todo lo demás queda excluido. Esto es interesante, porque cuando acabas de llegar a tu ciudad después de un viaje, y los amigos te preguntan: ¿y qué has visto?, normalmente se responde: pues he visto tales monumentos, he visitado tal museo, he visto tal plazuela…, es decir, se han visto cosas concretas, aisladas de la ciudad misma. Por lo tanto, cuando tiempo después se recuerda el viaje, solo se retienen en la memoria sitios concretos, aislados, pero no la idea de conjunto. Recuerdas el Vaticano, el Panteón, la Fontana de Trevi…pero no has visto Roma. Si a esto se le suma la predilección que tienen algunos viajeros por su mapa para no tener que “perderse” o dar vueltas en redondo, la visita queda mucho más reducida. Por si esto fuera poco, cabría añadir esa sensación de extranjería que tiene todo viajero, por no poder participar en la realidad que se visita, ser siempre inexorablemente intrusos, y como tales condenados a ver cómo esa realidad se modifica apenas entra en contacto con nosotros. Es la acostumbrada melancolía de los viajes. La observación de la realidad solo es posible poéticamente. De ahí que las imágenes del cine de Antonioni, más que simbólicas son ante todo imágenes poéticas del espacio.

A modo de anécdota, y como muestra de la importancia que se le puede dar a la imagen y al modo en que se obtiene, me gustaría mostrar dos sucesos que le ocurrieron al director en dos de sus películas: Chung Kuo. Cina y El grito. En cuanto a la primera, Antonioni quería rodar una boda, pero el intérprete le respondió que en aquellos días en Su Chow no se casaba nadie. El director le rebatió que le bastaba con que fingieran casarse, pero el chino cerró la discusión diciendo que no era justo que fingieran casarse puesto que no se casaban. Este pequeño incidente muestra la idea tan terrestre, concreta y visible, que tienen los chinos de la realidad. Y en cuanto a la segunda anécdota, Antonioni contó la historia de El grito a los obreros de algunas fábricas de la laguna de Ferrara y también de Roma. Una de las observaciones que le hicieron los obreros al director, y que éste tuvo en cuenta, fue la escena en la que Steve Cochran abofetea a Alida Valli.
En el guion, la escena estaba ambientada en casa, porque Antonioni, como buen burgués que era, le parecía que estas cosas tenían que resolverse en el interior de las paredes domésticas. Sin embargo, los obreros le dijeron que un hombre que se comporta así, es un “insulso”, y que para demostrar lo contrario, debía darle un par de bofetadas a la mujer en público.

Antonioni dice que al comenzar a entender el mundo a través de la imagen, comprendía la imagen. Esto recuerda a esas primeras páginas, maravillosas, de la novela La inmortalidad, de Kundera, a ese gesto que tenía encanto y elegancia, mientras que el rostro y el cuerpo ya no tenían encanto alguno. El encanto del gesto, ahogado en la falta de encanto del cuerpo. Es decir, el olvido momentáneo a través de un gesto, de la falta de hermosura. Y es de este gesto, del que nacen los personajes de las novelas de Kundera. Y esto, decía, está muy presente en el cine de Antonioni porque el aspecto visual está estrechamente ligado a su aspecto temático, en el sentido de que casi siempre, según él mismo dice, la idea le viene a través de las imágenes, a través de los gestos. Precisamente, la técnica de la mirada de Antonioni consiste en ir del detalle al conjunto. Partiendo de detalles que le impresionan asciende a las situaciones del conjunto. Cuando le gusta algo de un lugar, le viene de inmediato la idea de situar ahí los personajes. Cuando llega a un lugar inventa una historia inspirándose en el sitio, o bien basándose en los gestos y en las acciones de las que es testigo. Por lo tanto, los personajes de sus películas, aunque inventados, son al mismo tiempo reales porque la realidad le sugiere los modelos. En este sentido, basta con una frase oída, un gesto, una cara, una expresión, un hecho o un relato. Este apunte se amplía y se convierte en una secuencia, la secuencia en un bloque de secuencias, hasta llegar a la historia completa. No es casual por lo tanto, que su musa por excelencia fuese Mónica Vitti, ya que es una actriz increíblemente móvil y expresiva (gestualmente hablando).

En el origen del cine, y en toda forma de arte, hay una elección. Utilizando palabras de Camus, es la rebelión del artista contra la realidad. Si nos atenemos a este principio, los medios a través de los cuales se revela la realidad, no tienen importancia alguna. Un autor cinematográfico puede tomar la realidad de una novela, de una crónica de sucesos, o de su propia imaginación, pero lo que cuenta es su modo de aislarla, de estilizarla, de hacerla suya. Si consigue hacer esto, la fuente carece de importancia. Esto recuerda casi de inmediato a aquello que decía Godard: la fuente de la que tomamos las cosas no es importante, lo importante es lo que hacemos nosotros con ellas. En este sentido, dice Antonioni, que todo lo que ve y lo que le sucede renueva continuamente el montón de historias que tiene para contar. Por lo tanto, Antonioni cuenta lo que le parece ver a su alrededor. Más exactamente: intenta “mostrar” las historias, y al mostrarlas, las cuenta. Al hacer eso aquellas historias se convierten en algo personal, voluntario también en la forma. Y en este sentido, el mejor modo de mirar una película consiste en convertirla en una experiencia personal. En el momento en que se mira una película, se evoca inconscientemente lo que hay dentro de nosotros, nuestra vida, nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestros pensamientos. Nuestras “visiones mentales del presente y de pasado”, que diría Susan Sontag. En este sentido, dice Antonioni que en sus películas no quiere demostrar una tesis, lo que quiere es mostrar historias; el significado de estas historias es algo que viene después, al final de la película.

Volviendo a la afirmación del cineasta (hacer una película es vivir), para Antonioni los hombres de cine deben estar siempre ligados, como inspiración, a su tiempo, no solo para expresarlo e interpretarlo en sus acontecimientos más crudos y más trágicos, como hacía el neorrealismo, sino para captar sus resonancias en nuestro interior. Éste es el único modo, dice, de estar vivos. De esta manera, dice el cineasta “para salvar al neorrealismo es preciso interiorizarlo.”
En la posguerra, la relación entre individuo y sociedad era la única cosa que contaba. Por ello los cineastas que fueron los narradores de aquella época (Rossellini y De Sica, sobre todo) dieron una imagen precisa de aquel tiempo, incluso como documento y crónica. Pero el cine
de Antonioni, que se desarrolla en un clima más o menos normalizado tras la posguerra, lo que cuenta no es tanto la relación del individuo con el ambiente, sino el individuo en sí. Más de una vez ha repetido el director que en su cine ya no se trata de hacer una película sobre un personaje importante porque le han robado la bicicleta y solo por eso, sobre todo por esto, sino de ir a ver qué es lo que ha quedado, de todas las experiencias pasadas, dentro de los personajes. Es decir, en el cine de Antonioni, eliminado el problema de la bicicleta, es importante ver qué hay dentro de ese hombre al que le roban la bicicleta, cuáles son sus pensamientos, cuáles sus sentimientos, cómo se adecuan, qué ha quedado en su interior de sus experiencias pasadas, cuáles eran no las transformaciones de su psicología o de sus sentimientos, sino los síntomas de aquella evolución y la dirección en la que comenzaban a esbozarse los cambios y las evoluciones que se produjeron luego en la psicología y en los sentimientos, y acaso también en la moral de estas personas.

Así comenzó con Cronaca di un amore, en la que le interesaba ver cómo la guerra había actuado sobre la mente y el espíritu de los individuos, más que su lugar en la estructura de la sociedad. En esta película, Antonioni analiza la condición de aridez espiritual y también cierto tipo de frialdad moral de algunas personas de la alta burguesía milanesa; y de este modo salieron los planos-secuencia tanto de esta película como de I vinti.

No es casual por lo tanto, que la técnica que utiliza Antonioni en su cine está ligada directamente con seguir a los personajes hasta desvelar sus pensamientos más recónditos. Es decir, estar con la cámara encima de ellos significa hacerles hablar. Y esto porque para Antonioni es mucho más cinematográfico intentar captar los pensamientos de un personaje a través de una reacción cualquiera que no encerrar todo esto en una frase. Una de sus mayores preocupaciones al rodar es la de seguir al personaje hasta que siente la necesidad de cortar. Seguirlo porque le parece importante establecer, captar los momentos que parecen menos importantes en este personaje. Cuando todo ha sido dicho, cuando la escena principal parece haberse cerrado, está el después; y en este sentido vemos cómo en todas sus películas nos muestra al personaje de frente y de espaldas, su gesto y su actitud, porque sirven para aclarar todo lo que ha sucedido y lo que, de todo lo sucedido, permanece en el interior del personaje. Este elemento lo han copiado cineastas posteriores como Wong Kar-Wai en la preciosísima Deseando amar, en el que el tema, el deseo de amar y la imposibilidad de amar, nos lleva directamente al interior de los personajes, a seguirlos en su deseo frustrado.


En el cine de Antonioni la fotografía es muy importante, porque le permite establecer una relación muy precisa entre personajes y paisaje, algo de lo que siempre se ha preocupado. Los tonos grises y el cielo cubierto son a menudo característicos de sus películas. Como una de sus preocupaciones es seguir ampliamente al personaje, está claro que la ausencia del sol le permite hacerlo más libremente y más a fondo.

Antonioni tiene una necesidad en su cine: mirar dentro del hombre, qué sentimientos y qué pensamientos le mueven en su camino hacia la felicidad, la infelicidad o la muerte. Busca sencillamente contar, o mejor, mostrar experiencias. A propósito de El grito, los críticos franceses hablaron de una nueva forma: el neorrealismo interior; algo a lo que Antonioni nunca pensó darle un nombre. Y más si tenemos en cuenta que fue Antonioni el precursor del movimiento neorrealista italiano cuando rodó su primer documental Gente del Po.

Los directores del cine de tiempo lento dicen que su cine es un cine de emociones y sentimientos en imágenes, no de conceptos. El mismo Antonioni dijo más de una vez que él no tenía facilidad de palabras, sino más bien facilidad de imagen. Esto renueva la
famosa polémica romántica entre Fichte y Schiller, cuando Schiller le niega la publicación de un artículo en su revista Horas a Fichte. Mientras que Fichte configura su postura en un argumento de contenido diciendo que el hecho de que divergiesen sobre los principios estéticos no significaba que no pudiesen apreciar mutuamente el trabajo de cada uno; Schiller, en cambio, le responde con un argumento basado en el sentimiento: “sobre la parte estética de nuestra polémica, estimado amigo, nunca nos pondremos de acuerdo […] y ello no a causa de nuestras divergencias en los principios (este es el tema) […] sino más bien a causa de nuestras naturalezas radicalmente diferentes.” De este modo, mientras que la postura de la filosofía (Fichte y Hegel) consiste en elevar el sentimiento a concepto, es decir, traducir, es decir, interpretar; la postura de Schiller y de toda la estética romántica está basada en la representación del sentimiento, es decir, en conocer a través del sentimiento, ya que para estos, en la medida en que se eleva el sentimiento a concepto, se convierte al sentimiento en algo abstracto, y por lo tanto, muere. Una escena que resume todo esto es la de Anna Karina y Belmondo en Pierrot le fou de Godard, cuando la Karina se queja de que mientras ella le mira con sentimientos, Belmondo le habla con palabras. La postura de Antonioni a este respecto es la que ya expuso Novalis: “la filosofía es originariamente un sentimiento. Este es lo primero, la reflexión es lo segundo.” Por lo tanto, no se trata de eliminar un elemento a favor del otro, sino solo de establecer un orden entre ellos. En este sentido, la estética del cine de Antonioni y de todo este cine “moderno”, es una estética cognitiva, es decir, una estética en la que no existe la sensibilidad estética desprovista de inteligencia, y por ello se sitúa en la mediación de estos extremos, más que en la opción excluyente de uno de ellos.

Desde que comenzó a rodar su primer documental, Gente del Po en 1943, que luego se terminó en 1947, en vez de ocuparse de las cosas, de los paisajes, o de los lugares, como solía hacerse entonces en Italia, Antonioni comenzó a ocuparse de las personas, de un modo más cálido, mucho más benévolo y mucho más interesado. En el caso de N.U. (Nettezza Urbana), intentó hacer un montaje absolutamente libre poéticamente, buscando determinados valores expresivos mediante un montaje por relámpagos, con planos descolgados, aislados, con escenas que tuvieran ningún nexo la una con la otra, sino que dieran sencillamente una idea más mediada de lo que quería expresar, y de lo que era la sustancia del documental mismo (la vida de los barrenderos en una ciudad).

Cuando realizó Cronaca di un amore contaba ya con este saber adquirido, con esta experiencia interior ya asimilada. En esta película, utiliza una técnica hecha a base de planos muy largos, de travellings y panorámicas que siguen ininterrumpidamente a los personajes; y esto porque consideraba que era justo no abandonar a los personajes en los momentos en los que, agotado el examen del drama, el personaje se quedaba a solas consigo mismo, con las consecuencias de aquellas escenas, de aquellos traumas o de aquellos momentos psicológicos tan violentos que habían ejercido sobre él una determinada función y le habían hecho progresar psicológicamente hacia una fase ulterior. Antonioni considera que es precisamente en estos momentos en que tanto los personajes como los actores se abandonan a sí mismos, cuando hay que seguirlos, porque ofrecen la posibilidad de encontrar de nuevo en la pantalla movimientos espontáneos que quizá de otro modo no habrían conseguido provocar. Todo este trabajo está en la base de los resultados de La noche.

Para Antonioni, el cinematógrafo debe estar más vinculado a la verdad que a la lógica. La verdad de nuestra vida cotidiana no es mecánica, convencional o artificial como en general se nos muestra en las historias, tal como están construidas en el cine. La cadencia de la vida no está equilibrada, es una cadencia que ahora se precipita, ahora es lenta, ahora se estanca, y ahora, por el contrario es vertiginosa. Hay momentos de pausa, hay momentos muy veloces y todo ello se nota en el relato de las películas de Antonioni, precisamente por ser fiel a este principio de verdad. Y es a través de estas pausas, a través de este intento de adherencia a una determinada realidad interna y espiritual, incluso moral, como surge el cine moderno, es decir, un cine que no tiene en cuenta tanto los hechos exteriores que suceden, como lo que nos mueve a actuar de un determinado modo más que otro. Porque éste es el punto importante: nuestros actos, nuestros gestos y nuestras palabras solo son las consecuencias de nuestra posición personal en relación con las cosas de este mundo.

Antonioni es muy reacio a poner música en las películas, precisamente porque siente la necesidad de ser seco, de decir las cosas lo menos posible, de utilizar los medios más sencillos y el menor número de medios. Y la música es un medio más. Tiene demasiada confianza en la eficacia, en el valor, en la fuerza y en la sugestión de las imágenes para creer que la imagen no pueda prescindir de la música. Es verdad, no obstante, que tiene necesidad de utilizar el ruido, un ejemplo muy significativo es El desierto rojo, o la secuencia de La noche por las calles de Milán, con los cláxones que suenan y los ruidos de las calles. Para Antonioni mientras la música pueda ser separada de la película para ser grabada en un disco que tenga su validez autónoma, hay que decir que esa música no es música para cine. En este sentido cabe precisar que por banda sonora Antonioni entiende los sonidos naturales, los ruidos, más que la música. Ésta es la música que, según él, mejor se adapta a las imágenes. La música raramente se funde en las imágenes, habitualmente solo sirve para impedir al espectador apreciar con claridad lo que ha de ver. En este sentido, lo ideal sería construir una banda sonora con ruidos dirigida por el cineasta, ya que sería el único en condiciones de hacerlo. Lo que no le gusta por lo tanto, es la idea de “musicar” las imágenes (como si se tratara de un libro de ópera). Rechaza la necesidad de no dejar espacio al silencio, de llenar los supuestos vacíos. Por lo tanto, el único modo para que la música sea aceptable, según Antonioni, en una película es que desaparezca como expresión autónoma para convertirse en un elemento de una única impresión sensorial; algo que se revela más necesario con la película en color.

En definitiva, el cine de Antonioni es un cine de emociones y sentimientos en imágenes, no de conceptos. La paradoja es que su cine fue juzgado en su tiempo como un cine intelectual, ya que cabe la sospecha de que, en realidad, no se veían las imágenes sino que solo se oían los diálogos en clave existencialista. Sin embargo, a pesar de la atracción que sienten los filósofos, metafísicos o místicos, tanto por el cine de Antonioni como por el cine de tiempo lento en general, el cineasta contrapone la comprensión a la sensibilidad. Sus películas, dice, no hace falta que sean comprendidas, solo basta con que sean sentidas. Y esta afirmación, también vale para las imágenes, puesto que todos estos estos directores se niegan a reducir las imágenes a palabras.

La tetralogía de la incomunicación: La aventura, La noche, El eclipse y El desierto rojo.
Cabe precisar que Antonioni nunca habló de trilogías, y menos aún de la incomunicación. Pero ya que se reducían de alguna manera sus tres películas (La aventura, La noche y El eclipse) a la incomunicación y de ahí se pretendía explicar las imágenes (aunque Antonioni repitió más de una vez que las imágenes no se explican sino que se ven), no entendía por qué no se incluía en esta “trilogía” a El desierto rojo, puesto que son cuatro y no tres las películas que tratan del mismo tema: una crisis existencial.  

La aventura (1960)

La clave de La aventura está en los sentimientos, en la inestabilidad de los sentimientos”, en el “misterio de los sentimientos.” Es decir, esta película es un relato de un naufragio por medio de imágenes con el que Antonioni espera que sea posible captar no el nacimiento de un sentimiento equivocado, sino el modo en que hoy se equivocan los sentimientos. Y esto porque se advierte antes la enfermedad de los sentimientos que los sentimientos, justamente  porque uno se pone a examinar los sentimientos cuando una relación va mal. Cuando todo va bien, no se piensa en ello. Es por esto que La aventura es una película amarga, a menudo dolorosa, en el sentido del dolor de los sentimientos que terminan o de los que se entrevé al final en el momento mismo en que nacen. De ahí que el cambio de tiempo sea un elemento central en La aventura, pues está estrechamente ligado con el cambio de los sentimientos de los protagonistas.
La violencia con que el mar arremete contra el arrecife y el fuerte sonido del viento, indica la emergencia de nuevas sensaciones todavía indefinidas. La cámara va siguiendo a los protagonistas sin rumbo fijo, sin estructura narrativa, ya que el objetivo de las imágenes que pasan no es saber lo que está pasando sino justamente lo contrario, expresar la incertidumbre. En este sentido, uno de los motivos por los que La aventura escandalizó en su momento fue porque tenía una cadencia más parecida a la de la vida. Y es que la verdad está hecha también de pausas, de elementos impuros.

El momento clave es la llegada a Lisca Bianca, el arrecife eolio. Como decía, es en esta isla donde cobra contraste el poderío de la naturaleza y la fragilidad de los sujetos y sus sentimientos. En lo que parece inmutable, que es la figura del destino, tiene lugar la metamorfosis, que es tan ambigua como los propios sentimientos y que despierta la inestabilidad de los personajes.

La desaparición de la chica no es lo importante. Es tan solo interesante en la medida en que con ella, Antonioni quiso significar la fragilidad de los sentimientos en la actualidad.  Lo importante en este sentido, es el agujero que crea entre la indiferencia y el olvido. Por lo tanto, los personajes al final de la película sienten de manera distinta, pero no cambian.

Desde las primeras imágenes, Antonioni crea un complejo dispositivo de miradas y reencuadres a través de los cuales condensa el sentido laberíntico de las relaciones que recorrerá toda la película. Esto lo hace reuniendo en un solo plano a los tres protagonistas: a Sandro (como una pequeña figura enmarcada en el balcón), representando el vértice de esa especie de triángulo que compone junto con las dos mujeres: Claudia y Anna (las dos vistas de espaldas). Mientras que la mirada de Anna reconoce a Sandro, el hombre con quien mantiene una relación, la mirada de Claudia ve por primera vez al hombre que será su amante. De este modo, la mirada de Anna será sustituida por la mirada de Claudia. A esta breve presentación, le sigue un plano tomado desde el apartamento de Sandro en el que las dos mujeres aparecen enmarcadas por el rectángulo de la puerta. Es Anna quien la traspasa para reunirse con su pareja, mientras Claudia espera paciente fuera su regreso. Sin embargo, es interesante cómo Antonioni termina esta secuencia: Claudia es quien cierra la puerta del portal del apartamento de Sandro, lo que nos da pie ya a pensar desde el comienzo de la película, la inminente entrada de Claudia en la historia.

Es interesante la visión geométrica que tiene Antonioni en esta película; pues tras la desaparición de Anna, este triángulo del principio vuelve a aparecer en la imagen de arriba. Si a esta imagen le sumamos la conversación que mantienen los dos personajes sobre la desaparecida Anna, esto se hace más patente. Pero no solo se manifiesta esta especie de triángulo amoroso en los tres protagonistas, sino que se hace presente en todos los personajes de la película. Así, por ejemplo, en la pareja que forman Giulia y Corrado, se meterá por medio el joven pintor Goffredo, aunque sin llegar a disolverla. De hecho, ya al final de la película, cuando Claudia y Sandro se han olvidado de Anna y ya no la buscan, hasta el punto de que su regreso les sería incluso un estorbo, como pasaba en la novelita de Balzac, El coronel Chabert, se mete por medio la joven escritora Gloria, volviendo a aparecer así el triángulo.

En la imagen final de La aventura se ve, por una parte, el Etna blanco de nieve, y por la otra un muro. El muro corresponde al hombre y el Etna corresponde un poco a la posición de la mujer. Por lo tanto, el fotograma está exactamente dividido en dos; la mitad del muro corresponde a la parte pesimista, mientras que la otra mitad corresponde a la optimista. No sabemos si la relación entre los dos durará o no, pero ya es un resultado que estas dos personas no se separen. Ya es un resultado que Claudia no huya del hombre, sino que siga allí y le perdone. También porque, en cierto sentido, se descubre un poco como él. Aunque solo sea porque, desde el momento en que supone que Anna ha vuelto, también ella siente ese terror: tiene miedo de que haya vuelto, tiene miedo de que siga viva (“¿es posible cambiar y olvidar en tan poco tiempo?”); por lo tanto, también en ella ha terminado el sentimiento de la amistad, como ha terminado en él el amor por la muerta y quizá se esté corrompiendo lo que siente por ella. ¿Qué puede hacer Claudia si no es seguir a su lado, en esa unión de piedad, que es también un remedio? En La noche, los personajes van un poco más allá. En La aventura solo se comunican a través de la piedad, no hablan. En La noche los personajes se hablan, se comunican, son conscientes de lo que les está ocurriendo. Pero el resultado no cambia. Por parte del hombre hay hipocresía (y aquí el discurso irá un poco más allá): rechaza la conversación precisamente porque sabe que si aceptase hablar en ese momento, sería el fin. Pero también esto es un modo de querer que la relación continúe; por lo tanto, es el lado más optimista de la situación el que aparece.

La noche (1961)

El episodio inicial de La noche, parece que pone al espectador en determinada atmósfera, que le da la posibilidad de mirar el resto de la película desde el ángulo adecuado. Es decir, desde el comienzo, los personajes de La noche se encuentran frente a motivos dolorosos y al mismo tiempo, clarificadores.

Esta película nace con una agonía física: en primera instancia, la serenidad y lucidez del amigo moribundo introduce una exacerbación de lo sensible en la pareja y una latente revisión de su matrimonio. Y en otro sentido, se plantea la confrontación entre el cuerpo doliente del enfermo, provocando la emoción de Lidia (que termina saliendo de la habitación) y el cuerpo de la joven ninfómana que arrastra a Giovanni hacia la suya incitándole al sexo antes de que lleguen las enfermeras. Nace, como decía, de una agonía física y termina con una agonía existencial, la del matrimonio Pontano, que es víctima de “la torpe indiferencia nacida de la costumbre”, como reza la carta de amor del escritor dirigida a su esposa. En medio, en el espacio de un día que se extiende entre la mañana del sábado y el amanecer del domingo, asistimos a la confrontación entre cuerpos sonámbulos y sentimientos en busca de una reparación imposible.

Tres secuencias transitorias ocupan la primera parte de La noche tras el prólogo de la clínica. La primera es el cóctel literario en honor de Pontano; la segunda es la visita fugaz a un cabaret en el que baila una stripper contorsionista; y la tercera es la que da paso a la segunda parte de la película, que es la fiesta de los Gherardini.

En los dos primeros encuentros, la pareja se muestra huidiza, como si cada uno de sus miembros pasara inadvertido junto al otro en una suerte de autismo existencial. Esto es clave en la escena en la que los dos, montados en el coche para asistir a la presentación de la nueva novela de Giovanni, no cruzan en ningún momento sus miradas, rehúyen la mirada del otro; y esta incomunicación incrementa con el ruidoso sonido ambiente del tráfico y de las calles de la ciudad.

Entre los dos primeros encuentros y la fiesta final de la película, la deambulación de Lidia. En ese vagabundeo de Lidia por las calles de Milán, hay un momento en el que se detiene delante de un muro y arranca un trozo de yeso con la mano derecha, es decir, con la mano en la que lleva puesta la alianza. Es una imagen fabulosa, en la que Antonioni condensa lo esencial de la película (un matrimonio que se resquebraja debido a la incomunicación, promovida por la costumbre) en una sola imagen.

Lo interesante de este vagabundeo de Lidia, es que Antonioni lo presenta en un montaje paralelo con el tránsito de su marido por el apartamento deshabilitado (incluyendo una imagen en el balcón, que recuerda a los cuadros románticos de mirada ensimismada). Sin embargo, hay una imagen que tiende un puente entre estos dos mundos paralelos, y es justamente la imagen poética de las vías del tren que un día estuvieron en activo, es decir, que un día conducían a alguna parte, pero que ahora han muerto, al estar cubiertas por un espeso follaje.

La segunda parte de La noche, como ya anunciaba, corresponde a la fiesta en la villa Gherardini. Esta segunda parte empieza con la entrada del matrimonio a un parque, en medio del extraño silencio de una villa que parece deshabitada. Y cuyo único signo de vida es un libro que Pontano encuentra en una repisa: Los sonámbulos de Broch. Es Valentina, la hija del anfitrión de la villa, la lectora de la novela decadente de Broch.

Valentina es una criatura fitzgeraldina que ansía divertirse sola (en esto se parece a Lidia) en un salón desierto de la villa con el pavimento ocupado por un tablero de ajedrez. Entramos en este (su) espacio a través de la mirada de Pontano, que observa el reflejo de su figura desde un ventanal. Esta imagen es muy romántica, porque desde este ventanal en el que Pontano observa jugar a Valentina en el tablero, no ve su reflejo, sino el reflejo de ella. En una imagen preciosísima Antonioni recoge toda la crisis existencial que confiesa tener Pontano a Valentina a la hora de escribir (“no qué escribir, sino cómo escribir”). Efectivamente, esta crisis de Pontano se corresponde con la crisis que sufría el romántico en ese viaje individual interior en el que debía dejar su huella en el mundo, no tanto por lo que hacía, sino por cómo lo hacía.

Por su parte, Lidia sigue con su papel de observadora deambulante de la realidad. Es interesante cómo en las películas de Antonioni siempre hay un personaje, normalmente el personaje principal, que adopta el papel de la mirada del cineasta. Se podría establecer una analogía entre estos personajes observadores con el narrador de las novelas de Javier Marías, ya que lo esencial de la novelística de Marías es su carácter visual. Es decir, tanto los personajes de Antonioni como los personajes de Marías se caracterizan por decir poco o apenas nada de sí mismos, y esto porque en vez de mostrarnos sus sentimientos, se dedican a contarnos, a mostrarnos, todo lo que ven. En el caso del personaje principal de las novelas de Marías (que son siempre escritores, profesores o traductores) su pensamiento nace, efectivamente, a través de una imagen, de un suceso que ha podido ver o le han podido contar. La historia en sus novelas es lo de menos, lo que importa es que justamente a través de una imagen, surge un pensamiento, una reflexión, si se quiere, a veces incluso existencial, y es a partir de ese pensamiento visual cómo nos adentramos en el interior del personaje. Pero lo importante es que no le conocemos porque él nos diga cómo es, porque exprese directamente sus sentimientos y pensamientos, sino que justamente a través de la reflexión, del pensamiento en imágenes (rara vez compartido con los demás personajes de la novela),  es como efectivamente, podemos hacernos una idea de qué tipo de persona es. Y esto mismo pasa en las películas de Antonioni. Es de este modo, a través de la observación silenciosa, como Antonioni nos muestra el final de la pasión de un matrimonio en forma de dispositivo visual con el fragmento en que Lidia observa silenciosa y en secreto dolor en un plano picado, el beso que su marido, Pontano, le da a Valentina, que en lugar de unirlos, los separa. Lidia se pregunta cuándo terminará su angustia y empezará algo realmente nuevo.

Transcurrida la noche, una noche que nada tiene que ver con La noche suave de Fitzgerald, viene el amanecer, y con él, el encuentro solitario entre Lidia y Giovanni, en el que Antonioni enmarca dos existencias paralelas (como la de los dos árboles plantados juntos sin llegar a tocarse a su derecha), que apenas abrigan posibilidad de encuentro.

La carta de amor que lee Lidia es la clave que enuncia el naufragio de la pasión, pues es una carta que le escribió tiempo atrás su marido, Giovanni, y que ahora éste ha olvidado haberla escrito. La larga conversación del final de la película –que luego en realidad es casi un soliloquio, un monólogo de ella- quiere ser el sello de la película, quiere dejar claro el sentido efectivo de lo que ha sucedido. La mujer está todavía abierta al discurso, al análisis, al examen de las razones que han determinado el fracaso de su unión. Pero grita contra el rechazo del hombre, su negativa, su no recordar o no querer recordar; por lo tanto, su rechazo al razonamiento, su incapacidad para buscar un nuevo punto de encuentro a partir de unas premisas de análisis lúcido, y su refugiarse, en cambio, en un contacto irracional y desesperado, que no sabemos en qué solución podrá desembocar.

Por lo tanto, el final de La noche va un poco más allá del de La aventura. Aquí la piedad no parece suficiente, ni siquiera ese abrazo forzado en el césped del parque, (como sí lo parecía en esa imagen final de La aventura). Y esto porque tras filmar ese abrazo forzado en dos planos generales sucesivos de la pareja, Antonioni finaliza esta película con una panorámica hacia la izquierda del parque, donde han desaparecido las figuras y los sentimientos, instalándose en su lugar el vacío, o si se quiere, unos cuantos árboles que, aunque juntos, están condenados a vivir separados.

El eclipse (1962)
El argumento de esta película nació de una intuición irracional poética. En 1962 Antonioni estaba en Florencia para rodar un eclipse de sol. El silencio, diferente de todos los demás silencios, la luz terrestre y luego la oscuridad, la inmovilidad total. Durante el eclipse, Antonioni pensó que se detienen incluso los sentimientos. De algún modo, de esa sensación, nació El eclipse.

La película se inicia en el amanecer con una relación de pareja que se separa y termina en el crepúsculo con la escena de otra relación de pareja, que parece haber fracasado. Sin embargo, sería un error dejarse llevar por esa circularidad aparente que, por lo demás, se torna atípica, si tenemos en cuenta el proceso de abstracción que la envuelve dentro del vacío que termina apoderándose de todo el relato.

El comienzo de El eclipse pone en escena el después de la discusión que tuvo lugar la noche anterior. Ricardo dice: “decidamos”, pero los 13 minutos que dura el plano secuencia son de indecisión. En él se muestran los descoordinados y erráticos movimientos de Vittoria por el salón de la casa y la mirada fija, a veces vacía de Ricardo sentado en su butaca, con silencios entrecortados de palabras que no dicen nada, porque ya ha sido dicho todo. Solo queda mirar los objetos. La lámpara de mesa encendida da cuenta de la situación de tensión que se vive en la estancia, así como el movimiento de un ventilador, nos muestra la claustrofobia que preside la escena, e intenta ofrecer aire a unos personajes en situación de asfixia, encajados entre objetos y reencuadrados por ellos. Situación que no se altera cuando Vittoria descorre las cortinas del apartamento para descubrirnos un paisaje desolador presidido por un hongo gigante. “El mundo está fuera de la ventana”, pero todo parece terrorífico e inmóvil en la cruda luz del amanecer. Todo parece abocar al vacío, a un punto de fuga ciego. Los libros, cuadros abstractos y revistas conforman la identidad intelectual del propietario del piso, pero todo revela una opacidad sombría amparada por el silencio que reina en la estancia. Vittoria contempla los objetos de la habitación, los recorre con las manos, se acurruca momentáneamente asustada en un sofá, se detiene en el quicio de la puerta, se retira de espaldas a la cámara hasta verse reflejada en el espejo. En todos los movimientos, las miradas circulan pero no se intercambian. Tampoco las palabras.

No se trata aquí del tópico de la angustia y de la incomunicación sino de la dificultad de ir encontrando cada uno su sitio en los nuevos lugares. Hay también juego, alegría y calma. Un ejemplo de ello es el inesperado y divertido episodio de la danza de Vittoria disfrazada de bailarina keniata. En cuanto a la calma, cabe recordar el viaje en avión y la demorada estancia en el pequeño aeropuerto, en la que Vittoria se convierte en espectadora del cielo y del vacío: “aquí se está bien”, dice. 

La bolsa es introducida por contraste al tiempo en pausa o tiempo muerto de la otra mitad de la película. Vittoria le pregunta a Piero “¿no estás nunca quieto?” y éste le contesta “¿por qué debería estarlo? Son los dos tiempos de la película. La bolsa es el mundo de la acción, del ejercicio ritual: palabras estridentes, brazos que se agitan entre una marea de cabezas, tipos pegados a los teléfonos y a los cuadernos de notas, procuradores y agentes de cambio que circulan en todas direcciones de manera esquizoide. El griterío frenético de la jungla admite una sola tregua: un minuto de silencio e inmovilidad en homenaje a un colega muerto de infarto que los figurantes y la propia película respetan (no así los teléfonos: “un minuto en la bolsa cuesta millones”). En esta película el dinero es visto desde el punto de vista de quienes no lo tienen; mientras que en La noche, todo ocurre con independencia del dinero.

En un principio, Antonioni quería rodar dos versiones de El eclipse: una vista desde el lado de ella y la otra desde el lado del joven operador de bolsa. Hizo esta propuesta a los productores, justamente por la cuestión del dinero: quien vive en la bolsa mira la vida a través del billete de banco, y en consecuencia también los sentimientos están filtrados en gran medida a través de la tela de araña que el dinero crea alrededor de la mente de quienes se ocupan de él, que no ven otra cosa en todo el santo día. Las dos películas debían ser autónomas, no como en Novecento, que es una saga de dos episodios.

La relación de Piero y Vittoria se inicia justamente en la bolsa. Sin embargo, una columna gigantesca separa a ambos personajes. Esta fabulosa imagen poética muestra la incomprensión que hay entre los dos personajes. Vittoria no comprende el significado y consecuencias de la bolsa y Piero es incapaz de explicarlo. Mientras que Vittoria se interesa por el destino de los arruinados, y así sigue a un hombre que ha perdido una millonada en la bolsa, hasta un café donde éste se toma un calmante con un vaso de agua y dibuja en una servilleta un ramillete de flores (todavía hay esperanza); por su parte, a Piero esto no le interesa.

Así pues, con la administración de estos ritmos de tiempo, de calma, juego, alegría y frenesí, se constituye El eclipse como el ritmo cósmico del tiempo muerto. La vida está hecha de ellos.

El eclipse son los eclipses, y consiste en cortacircuitos temporales y capas espaciales que producen identidades distorsionadas en las que los objetos liberados de la presión de los objetos se quedan solos. No hay sentido, solo imágenes. Un ejemplo de ello son los siete últimos minutos de la película, en los que la historia ya ha concluido (si es que alguna vez existió), pero siguen pasando imágenes. Estas imágenes ya no están guiadas por la mirada de Vittoria, que guiaba al espectador en sus paseos, sino que ahora es la propia cámara la que filma lo que pasa. ¿Y qué pasa?, nada, no pasa nada, excepto las imágenes.

Respecto a estos siete últimos minutos de El eclipse, decía Antonioni que no era necesario dejar que una película terminase con el final de la película, sino que hay que buscar el modo de que la película se prolongue precisamente en el exterior de sí misma, precisamente donde estamos nosotros, donde vivimos nosotros que somos los protagonistas de todas las historias. Es decir, es preciso que haya un respiro más amplio del que tiene la propia película, es preciso que haya un eco en la vida del espectador, que éste se lo lleve consigo. Y entonces, si este eco permanece en el interior del espectador, quiere decir que la experiencia que ha vivido al ver la película le ha servido de algo.

El desierto rojo (1964)

El tema de El desierto rojo es la adaptación del hombre a cierto ambiente (ruido de los automóviles, contaminación atmosférica) y de las reacciones psicológicas provocadas por esta adaptación. En planos y contraplanos, las chimeneas que vierten humo tóxico empequeñecen a las figuras humanas. Así, las dos figuras de espaldas que contemplan la salida del vapor de la fábrica, que poco a poco se adueña de toda la pantalla. También se hacen patentes los ruidos ensordecedores de las máquinas, que impiden a los personajes de esta película oírse. Es la manifestación primaria del lado oscuro de lo sublime tecnológico, que contemplan Giuliana y Corrado en esa imagen en la que las dos figuras de espaldas, miran ensimismadas un paisaje desolado, contaminado por el vertido de lo sublime.

El mito de la fábrica, aquí, condiciona la vida de todos, la desnuda de imprevistos, la descarna; el producto sintético domina y, antes o después, acabará por convertir a los árboles en objetos anticuados. En este sentido, la sociedad moderna es una sociedad neurótica en la que los espacios están en continua mutación, destruyéndose los lugares, eso es lo que refleja emocionalmente la parte más sensible y consciente de Giuliana. Se trata por lo tanto del malestar de los objetos que se traslada a los sujetos. La neurosis del espacio provoca la del personaje y no al revés.

Lo que interesa en esta película es la relación de los personajes con las cosas, el contacto de los personajes con las cosas, porque hoy lo que cuentan son las cosas, los objetos, la materia. En este sentido, la fractura de los objetos es lo que hace imposible la historia de los sujetos. Para que ésta fuera posible habría que elegir, decidir qué mirar, y es lo que se pregunta Giuliana en un intento de adaptarse. Antonioni toma nota de los cambios, no los condena, y a través de la ficción, de la experimentación con el color intenta mostrar, no tanto el estado de ánimo de los sujetos, como de los objetos.

La intención que tenía Antonioni con esta película era traducir la poesía del mundo industrial, en el que incluso las fábricas pueden ser bellas. Las líneas, las curvas de la fábricas, con sus caminos, pueden ser incluso más bellas que el perfil de los árboles, que estamos ya demasiado acostumbrados a ver. Es un mundo rico, vivo, útil. La neurosis que ha querido describir en esta película tiene que ver sobre todo con la cuestión de la adaptación. Hay personas que se adaptan, y hay otras que no lo consiguen, quizás porque  están demasiado ligadas a unas estructuras, unos ritmos de vida que hoy han sido superados. El problema de Giuliana es éste. Lo que provoca la crisis del personaje es la diferencia incurable, el desfase entre su sensibilidad, su inteligencia, su psicología y el ritmo que se le impone. Es una crisis que no afecta solo a las relaciones epidérmicas con el mundo, la percepción de los ruidos, de los colores, de la frialdad de las personas que la rodean, sino todo su sistema de valores (educación, moral, religión), ya superados, que no sirven para sostenerla. Se encuentra, pues, con que ha de renovarse completamente como mujer. Éste es el consejo que le dan los médicos y que ella se esfuerza en seguir. La película es, en cierto sentido, la historia de este trabajo.

Si consideramos la psicología de Giuliana, parece natural que la fábula que le cuenta a su hijo, se convierta (inconscientemente) en una evasión de la realidad que la rodea, una fuga hacia un mundo en el que los colores son los de la naturaleza. El mar es azul, la arena es rosa. Incluso las rocas asumen una forma humana, la abrazan y cantan dulcemente. Cuando Giuliana quiere pintar la tienda, tiene que escoger entre tonalidades cálidas o frías. Para su tienda, Giuliana quiere colores fríos que hagan resaltar mejor los productos expuestos. En una pared pintada de color anaranjado los objetos quedarán ahogados, mientras que un azul o un verde claro resaltarán los objetos sin aplastarlos. Es interesante este contraste entre colores fríos y colores cálidos: hay un anaranjado, un amarillo, un techo marrón, y el personaje se da cuenta de que eso no va bien, que para ella no va bien. Es entonces cuando hacia el final de la película Giuliana le confiesa a Corrado en su tienda que ha intentado adaptarse a la realidad después de su accidente e intento de suicidio. Pero, y este es el tema, “hay algo terrible en la realidad, pero no sé lo que es.” La búsqueda de ese saber es lo que provoca sus vagabundeos por fábricas, en medio de barcos, entre los vertidos del campo, por bosques de radares en vibración. Se constata que lo real no es lo que era pero tampoco se sabe qué es. 

De ahí el misterio y el ensimismamiento de las miradas, de ahí la famosa escena en la que pregunta a Corrado qué debe mirar y éste le contesta que para él significa cómo debe vivir y las dos cosas son la misma. Por el contrario el personaje de Giuliana, inestable, enferma en sus sentimientos, tiene la enfermedad como forma de lucidez, de trastorno. No renuncia a nada. A diferencia de Corrado, “si tuviera que irme me llevaría todo lo que veo.” En la escena de la habitación con Corrado, ella está apoyada contra la pared y dice: “¿Sabe qué querría? Tener junto a mí, como una pared, a todos aquellos que me han querido.” Necesita que la ayuden a vivir, sola tiene miedo de no lograrlo. El drama está en los que no se adaptan. Giuliana  afirma que tiene miedo, “de las calles, de las fábricas, de los colores, de la gente, de todo.” Y eso le produce dolor, pero dolor físico, no espiritual: “me duele el cabello, los ojos, la garganta, la boca.” Y de ahí su retorcerse continuamente como imposibilidad de salir de esa contradicción somatizada.

El ambiente no es el que hace nacer la crisis: solo la hace explotar. Si supiéramos adaptarnos a las nuevas técnicas de vida quizás encontraríamos nuevas soluciones a nuestros problemas. En este sentido, el robot en la habitación del niño es una presencia benéfica, porque al acostumbrarse a juegos de ese tipo el niño se adaptará perfectamente a la vida que le espera. Aunque los juegos son productos de la industria, que de este modo influye también en la educación de los niños.

Tampoco los “héroes” de esta película se encuentran integrados en esta mentalidad que impone la nueva técnica, no forman parte de este mundo. Corrado, por ejemplo, es un personaje casi romántico, que quiere huir a la Patagonia, y no tiene la más mínima idea de qué hay que hacer. Quiere irse, piensa que así resolverá su problema existencial. No se da cuenta de que el problema está dentro de él, no fuera. En realidad, le basta encontrar a una mujer para entrar en crisis y no estar ya seguro de querer irse. Esta historia le afecta.

En este sentido, icónicamente se presentan dos opciones en la película. Una es la de irse de esa realidad: es la imagen del velero solitario en el cuento que Giuliana narra a su hijo, viene y se va, misterioso. En el caso de Corrado, el no poder sentirse bien en ningún lado, el no querer pertenecer a ningún lugar, el moverse continuamente para, reconoce, estar siempre en el mismo sitio. Y la otra imagen es la secuencia final de Giuliana volviendo con su hijo a la fábrica, en la que Giuliana se mueve entre la polución industrial, la misma que ya no atraviesan los pájaros porque saben que está envenenada, y si la atraviesan se  mueren. Probablemente Giuliana, después de los esfuerzos por encontrar un vínculo con la realidad, terminará por llegar a un compromiso. Es posible que encuentre un compromiso, aunque solo sea diluyéndose en esa niebla, que crea el vacío entre los personajes y otorga el protagonismo a la atmósfera.

La mirada de Antonioni en Lo sguardo di Michelangelo (2004)
Esta fascinante pequeña obra maestra sintetiza solo con dos motivos (el Moisés de Miguel Ángel y el mismo Antonioni) todo el discurso del pensamiento como artista del cineasta. Y por lo tanto, toda su concepción de la mirada.



La película, que es un homenaje a todo su cine ausente de narración argumental, prescinde de todo trama. Es simplemente el encuentro de dos miradas: la de Michelangelo (Antonioni) con la de otro Michelangelo (Buonarotti), a través de la mirada conmovedora del rostro del Moisés en mármol del renacentista.


El encuentro se produce en la iglesia de San Pietro in Vincoli, en Roma. Con una magistral fotografía en un no-color, casi blanco y negro, que en algunos momentos roza el sepia. Unos pasos, los del mismo Antonioni, a contraluz del umbral de una puerta iluminada, se acercan al grupo escultórico. El espacio de la iglesia evoca una iluminación un tanto expresionista. Antonioni se acerca al Moisés y lo observa muy detenidamente. Es un encuentro sin palabras a modo de última despedida, entre el mármol y la carne, porque efectivamente, se confunden.

Antonioni, frente a Moisés/Miguel Ángel, comienza a observar con asombro e inquietud cada rincón de la piedra tallada, cada pliegue del ropaje, cada tensión del enérgico cuerpo, manos, rodilla, pies, hombros…de la esculctura.   Y, sobre todo, la mirada del
cineasta se detiene en la pulsión vivísima de la mirada del profeta.

Hay incluso una insoslayable intención de sugerir una relación sensual a través del tacto, (la forma más primaria de estar en contacto con las cosas) de la mano de Antonioni sobre el mármol de Miguel Ángel.

Unas leves rozadas, caricias de los dedos del cineasta recorren pliegues que bien pudieran ser labios vaginales en donde un dedo, casi fálico, insinúa una penetración. Es un encuentro de una belleza erótica sublime.

La película es una indudable declaración de amor al Arte, a la Belleza, a la Vida, en la que se tratan produndamente en tan solo 17 minutos los enigmas universales de la vida, la muerte, el amor o el sexo. Tan solo con una escultura y un artista observándola, sin emitir palabra alguna, Antonioni ha logrado contarlo casi todo en una obra que es su cine, su primer y último “tiempo vivo” y por ello, tal vez, atemporal. 

Licencia Creative Commons
La comprensión del mundo a través de la imagen en el cine de Antonioni. Mirar es vivir. por Gracia Iglesias Mínguez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra enhttp://graciaiglesiasminguez.blogspot.com.es/.

1 comentario:

Pepín Balongo dijo...

Hola amiga; quiero felicitarte no solo por el trabajo, en sí, (de documentación y de adaptación a un lenguaje asequible) sino por lo sesudo e interesante de tu estudio; puedo asegurarte que llevo media vida devorando todo lo que cae en mis manos sobre esto del cine que tanto amamos y está a la altura de las obras más pedagógicas que he leído.
Estoy realmente impresionado, de verdad.