Habitación
237 (Room 237; 2012),
de Rodney Ascher es, ante todo, un ejemplo de crítica posmoderna. Todo el
documental gira en torno a numerosas teorías interpretativas presentadas en una
voz en off que pretenden hacer visible lo invisible (o por lo menos, lo oculto)
de una serie de escenas encadenadas pertenecientes a la película El resplandor (The Shining; 1980), de Stanley
Kubrick, para extraer de las mismas
el significado velado que encierran. Sin embargo, al final del documental, el
espectador sigue perdido en el mismo laberinto que presenta la película de
Kubrick, pues las numerosas y diversas interpretaciones que aparecen en el
documental llevan al espectador a un callejón sin salida tras rodeos
interminables, para advertir, al final del mismo, que las distintas
interpretaciones acaban convirtiéndose también ellas mismas en un bucle en el
que ¿puede? haber áreas de escape, a pesar de que la sobre-magnificación de los
detalles, el sobre-examen de las cosas, nos hagan darnos cuenta de que cuanto
más ensalzamos las cosas, cuanto más las exploramos, más inútiles se nos
muestran.
Es por este motivo, por el que podemos considerar a los diferentes
“críticos” que intervienen en este documental, como los “críticos del orgasmo”
de los que hablaba Umberto Eco, aquellos que, pese a “lo orgásmicos que son de
palabra, no son nada libertinos y les causa horror la ʻotredadʼ, dado que en
cada coito crítico no hacen el amor sino consigo mismos.” Efectivamente, cada
uno de los comentaristas que aparecen en el documental, exponen su
interpretación como la única verdadera, como la única capaz de desvelar el
subtexto yaciente en la película. Es más, cobijándose al amparo de la crítica
cinematográfica posmoderna, llegan a afirmar al final del documental que la
intencionalidad de Kubrick para con su película, es tan sólo una parte de la
historia y que las interpretaciones que ellos extraen de su obra están ahí con
independencia de que el autor fuera o no consciente de ellas.
Esto nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿en qué medida es
relevante para el espectador o crítico de cine el significado que Kubrick le ha
otorgado a su película? ¿Es lícito que el espectador plantee una interpretación
distinta a la del autor de la obra? En un mundo en el que el arte ha devenido
filosofía del arte, en el que la filosofía reflexiona más sobre las claves
hermenéuticas del arte que del arte como tal, el artista se ha visto obligado a
una tarea que, por esencia, no le corresponde: a interpretar su obra.
Efectivamente, en un momento en el que el arte parece haber perdido su propia
esencia, en el que la obra necesita de una interpretación para expresar algo y
constituirse como tal, ya que (no) puede hablar por sí misma al haber perdido
(supuestamente) su autonomía, el autor se ha visto obligado a expresar sus
intenciones para con ella. El problema surge cuando las intenciones o
interpretaciones del autor se desvinculan de la obra expuesta, cuando la teoría
no circula en paralelo a la práctica representada. Pero, ¿en qué medida lo que
un autor dice de sí mismo y de su propia obra ayuda a comprender esta última?
¿Acaso no son las películas las que constituyen la historia del cine y no las
declaraciones de sus autores? Es decir, si Kubrick ha escogido como modo de
expresión el formato audiovisual, ¿qué necesidad hay de investirle crítico o
intérprete de sí mismo? ¿No expresó todo lo que tenía que expresar a través de
sus películas?
Hoy día, la filosofía (tanto la analítica como la trascendental) se
encuentra dividida en dos partes: la filosofía intencional y la filosofía
anti-intencional. La filosofía intencional defiende que a la hora de
interpretar una obra de arte, tenemos que tener en cuenta la intención del
autor para con ella, ya que interpretar la obra de un autor sin tener en cuenta
la intención del mismo, puede considerarse como un acto inmoral. De este modo,
la filosofía intencional adopta un modelo conversacional con la obra, según el
cual la única interpretación válida o verdadera es aquella que se identifica
con la intención del autor.
Por su parte, la filosofía anti-intencional defiende la inutilidad de
atenerse obligatoriamente a la intención que el autor tenía para con su obra,
ya que debido a la autonomía semántica que ésta posee, la intención del artista
estaría expresada en la obra –y por lo tanto no tendríamos que acudir al
autor-, o bien la intención del artista no está expresada en la obra –y por lo
tanto no tendríamos que salir fuera de la misma-. De este modo, el rechazo del
autor por parte de la filosofía anti-intencional abre la posibilidad de
diseminar el texto o la creación artística sin atenerse a un solo significado.
Sin embargo, en el momento en que la filosofía anti-intencional elimina al
autor como fuente de conocimiento, elimina también el principio para juzgar la
validez de las diferentes interpretaciones de la obra que salen a la luz. Lo
que les lleva a afirmar que, en última instancia, un texto o cualquier creación
artística expresa significados diferentes según quien lo contemple, sin por
ello perder sus convenciones internas. O dicho con otras palabras: si la
filosofía anti-intencional acepta que no importa la intención del autor para
con su obra, sino lo que la obra le dice a cada espectador, entonces, todas las
interpretaciones que se hagan de la misma son igualmente válidas. Por lo que,
en definitiva, se sustituiría al autor, por el intérprete que interpreta al
artista. Es justamente en este punto en el que estriba la invalidez, o por lo
menos el gran problema, de la filosofía anti-intencionalista, que nos devuelve
a nuestros “críticos masturbatorios.”
Efectivamente, si aceptamos la
crítica anti-intencionalista, también tendríamos que consentir las
interpretaciones que los “críticos” de Habitación
237 confieren a la película El resplandor:
desde la visión de rechazo del genocidio de los nativos americanos
cometidos por el hombre blanco europeo; pasando por el reflejo indirecto del
holocausto; por los fantasmas y demonios atraídos sexualmente por los humanos
para alimentarse de ellos; hasta la parodia de las películas de terror; el
impacto del pasado y cómo superarlo en el presente para que nos deje de
afectar; el desvelamiento del montaje del hombre a la luna; la interacción de
las imágenes vistas hacia delante y
hacia atrás, etc.
En definitiva: todas estas interpretaciones no hacen más que traspasar
la línea de lo que se quiere ver en la película, y lo que en realidad se está
viendo. O, dicho en palabras de Susan Sontag: “la interpretación presupone una
discrepancia entre el significado evidente del texto y las exigencias de
(posteriores) lectores […] escarba hasta «más allá del texto» para describir un
subtexto que resulte ser verdadero.” La cuestión, por lo tanto, no estriba en
si el espectador o el intérprete es capaz de alcanzar la certeza de la realidad
representada, sino en si ésta es accesible.
Así, pues, ¿qué tipo de crítica permitiría al espectador interpretar una
obra de arte sin usurpar el espacio de la misma?: una crítica asentada en un
vocabulario descriptivo de las formas que permita resaltar la transparencia de
la obra de arte, así como su experiencia sensorial. De este modo, la función de
la crítica hoy debería consistir en mostrar cómo la obra de un autor (en
relación con las demás creaciones del artista dentro de un contexto), es lo que es, qué es lo que es y no en mostrar qué significa.
1 comentario:
Muy interesante lo que planteas, pero..., ¿no hay que hacer uso también de la interpretación (o de la narración) para explicar cómo la obra ha llegado a ser lo que es o detallar qué es lo que es?... Estoy completamente de acuerdo contigo que el ejercicio interpretativo se convierte muchas veces en un ejercicio de lucimiento personal, y que descubre mucho más la visión del intérprete que la del artista, pero me temo que cualquier intento de hacer visible lo que yace ahí ya exige de la intervención del sujeto y del lenguaje. Gracias por tu entrada.
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